domingo, 18 de marzo de 2018

Señor de la luz (1967). Roger Zelazny

Con la presente entrada continúo con las reseñas de las novelas ganadoras o nominadas a los premios Nébula en los años sesenta. Voy a hablarles hoy de "Señor de la luz", del estadounidense Roger Zelazny. Una novela que no ganó el premio Nébula, pero sí el premio Hugo de ese año, lo que habla de la popularidad que alcanzó en su momento, en pleno auge de la new wave. Aunque pienso que, si alguna vez fue merecedora de tal reconocimiento, los años no le han sentado bien. Porque en mi opinión se trata de una novela irregular y por momentos caótica, si bien cuenta con algunas virtudes que justifican su inclusión en este blog.

Quizás las páginas más difíciles de esta novela sean las primeras. Porque, sin previo aviso, el lector es sumergido en un panorama que le es ajeno por completo. Me atrevo a decir que no es habitual encontrar en una novela de ciencia-ficción tal profusión de elementos fantásticos y religiosos. Además, Zelazny nos bombardea con multitud de datos, de nombres, de lugares, incluso de artefactos (piénsese en la máquina de oraciones de la primera página), que no son fáciles de asimilar en el momento y que dificultan el disfrute de la narración. Porque ya entonces se deja entrever entre tantos elementos un interesante entramado de luchas políticas y hazañas bélicas en un planeta desconocido.

Entre los capítulos segundo y cuarto, Buda recuerda sus experiencias previas. Pero lo hace en tercera persona, lo que debilita la conjunción narrativa de todas las piezas. Además, esta parte está poblada de gran número de referencias (Garuka, rakasha, Carros...) no ya fantásticos (en el peor de los sentidos) sino utilizados sin previo aviso y sin que se explique más que tangencialmente su relevancia. Todo ello agravado por el que a mi modo de ver es el mayor defecto de la novela: el sinnúmero de personajes. Da la impresión de que Zelazny los fue acumulando sin demasiado criterio a la hora de escribir, porque los personajes se atropellan los unos a los otros, sin poder calibrar su importancia real en la trama, y con la dificultad añadidad de su volubilidad física. Incluso relata a veces los acontecimientos de un modo críptico, buscando que sea el lector quien averigüe de quién está hablando.

Afortunadamente, la idea central es brillante: el control de un mundo colonizado mediante la asunción por parte de los conquistadores de una naturaleza divina basada en una religión expiatoria. Y su plasmación es también acertada, y muestra el conocimiento de Zelazny sobre lo que escribe: abundan las referencias orientales, pero barnizadas con conceptos filosóficos y sociológicos de otras confesiones de nuestro planeta. De hecho, Sam las encarna de un modo creíble, con debilidades, sin apabullar. Y narrativamente hay también buenos momentos (en especial, los combates y las batallas que nos presenta).

El final tampoco logra que la valoración global de la novela sea superior: y es que se echa en falta dramatismo, y la conversión de determinados personajes no se termina de justificar. Por lo que la impresión predominante es la de una novela original y curiosa, pero de resultado solamente discreto.

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