Con la presente entrada prosigo con la revisión en orden cronológico de algunas de las sagas más relevantes de la literatura de ciencia-ficción sobre las que no había profundizado hasta ahora. Voy a hablarles en esta oportunidad de la "Saga de Heliconia", del británico Brian W. Aldiss. Y lo voy a hacer a partir de la primera novela (en orden de publicación y también de lectura) de la misma: "Heliconia. Primavera". Un título bastante ilustrativo, pues la primera palabra alude al planeta en el que transcurre toda la saga ("Heliconia"), mientras que la segunda se refiere a la estación que comenzará al final de la misma (la primavera). Por lo que a nadie sorprenderá que los otros dos títulos de la misma ("Heliconia. Verano" (1983) y "Heliconia. Invierno" (1985)) sigan este mismo patrón. Un hecho que, además, refleja la monumentalidad de esta extensa saga, que tiene como protagonista absoluto al planeta y a su singular ciclo estacional. Entrando en materia, debo reconocer que hasta que cayó en mis manos, sólo había leído una novela del británico ("Un mundo devastado", 1965), así que afronté la lectura de esta saga con bastante objetividad. Pero después de leer las más de quinientas páginas de "Heliconia. Primavera", me quedé sin ganas de leer más de él. Porque si admitimos que La Saga de Heliconia es de lo más notable de su producción, perdí cualquier interés por conocer otras obras suyas menores. Como ocurre en este caso, con esta decisión tal vez me esté perdiendo un puñado de buenas ideas y un marco fascinante, que en todo caso quedan desaprovechados por una cantidad tremenda de páginas de relleno, una gestión muy pobre del ritmo narrativo, e inesperados recursos a la fantasía más burda.
En mi opinión lo mejor de la novela es, sin duda, el planeta Heliconia. La originalidad de rotar en torno a un sistema estelar binario, con años de cuatrocientos ochenta días respecto a la estrella menor pero de dos mil quinientos años terrestres respecto a la mayor, genera un singular escenario que ofrece múltiples posibilidades. Y en el cual se aprecia el mimo de Aldiss a la hora de imaginarlo y describirlo, proporcionando múltiples detalles sobre sus regiones y continentes (aunque se echa mucho de menos un mapa). Además, es loable su esfuerzo por justificar y caracterizar la biología y la sociología que de él se derivan, como cabría esperar de una novela de ciencia-ficción respetuosa con el elemento científico. Pero, de manera chocante, ese respeto por su marco escénico lo echa por tierra Aldiss con cuestiones tan superfluas como las visitas que realizarán algunos personajes al angustioso mundo de los muertos, con una serie de especies de rasgos completamente inverosímiles, e incluso con elementos tomados de la peor fantasía para adolescentes (de las manidas sociedades medievales de espada y brujería, a una mezcla elementos mágicos, míticos y religiosos mil veces vista), que afean por completo su creación.
Con todo, para mí lo peor del libro son sus fallos desde el punto de vista literario. Tal vez la prosa que emplea Aldiss sea lírica y complaciente en exceso (personalmente me recuerda a la de Robert Silverberg en sus momentos más bajos), pero si conseguimos acostumbrarnos a ella sirve para seguir razonablemente la lectura. El problema es la cantidad de espacio que Aldiss gasta sin necesidad alguna (piénsese por ejemplo en las más de cien que dedica a un preludio del que en realidad luego sólo tomará un par de acontecimientos y un único personaje; un escritor más capaz y más interesado en entretener al lector lo habría despachado como mucho en la décima parte de espacio). Por si fuera poco, a menudo su atención se detiene profusamente en acontecimientos menores de personajes teóricamente secundarios, echando así por tierra cualquier control sobre el ritmo narrativo. Y cuando lleva ya cuatrocientas páginas sin realmente entrar a fondo en nada, de repente se da cuenta de todo lo que se ha extendido de más hasta entonces, y acelera descaradamente el ritmo, lo que provoca que el tramo final desentone por completo de los cuatro quintos anteriores.
Relacionado con lo anterior, otro defecto doloroso es el desaprovechamiento absoluto de la línea narrativa que le ofrece el Avernus, la estación orbital desde la que una misión terrestre observa Heliconia. Ahí estaba el filón de la novela: en la interpretación en tiempo real de lo observado, en los contrastes con los humanos terrestres, incluso en el propósio real de esa expedición. Pero, tristamente, Aldiss la minusvalora tanto que al final parece que el objetivo de la misión fuera simplemente transmitir un serial de telerrealidad por entregas a la aburrida población humana del futuro.
Otros defectos menores pero perceptibles son el uso arbitrario que realiza el escritor de especies inteligentes que van interaccionando con los humanos según la escritura avanza y cree necesitarlas (algunas surgen tan tarde y se describen tan de refilón que la inmensa mayoría de los lectores de la novela sería incapaz de listar todas ellas), una sociedad humana en Oldorando (la villa en la que vive el grueso de los personajes) demasiado parecida a la europea de la Baja Edad Media (podemos mencionar desde el expolio de las ruinas "romanas" hasta la aparición de gremios o la devastación de la peste), unos personajes mayoritariamente arquetípicos y poco originales (la sacerdotisa incomprendida, el gobernante bárbaro, el comerciante sin escrúpulos...) y el discreto aprovechamiento de los episodios dramáticos.
El desenlace, lastrado por ese acelerón que le impide dimensionar convenientemente todos los actores que entran en juego el día del eclipse, apenas sirve para atar cabos de algunos personajes y cerrar determinadas situaciones (hasta el inusitado extremo de dedicar una única frase al destino final de Oldorando). Ni siquiera logra fomentar el interés por la lectura de una segunda parte que evidentemente Aldiss ya tenía en mente, y que, como comprenderán si han llegado hasta aquí, nunca me animé a leer.
Un apasionado de la literatura de ciencia-ficción y escritor a tiempo parcial que dedica parte de sus escasos ratos libres a compartir su pasión con el resto de aficionados.
domingo, 30 de junio de 2024
lunes, 10 de junio de 2024
"Estrella brillante" (1971). Hal Clement
Con la entrada que hoy les traigo damos comienzo al recorrido que les proponía retomar en mi anterior entrada sobre muchas de las sagas más relevantes de la literatura de ciencia-ficción. Siguiendo como es habitual un estricto orden cronológico, voy a hablarles hoy de "Estrella Brillante", la obra con la que en 1971 el estadounidense Hal Clement convirtió su novela más famosa ("Misión de Gravedad", uno de los mayores clásicos de la ciencia-ficción dura) en una saga, la Saga de Mesklin. Llamada así en honor a los mesklinitas, unos alienígenas que, junto con los seres humanos, comparten el protagonismo de las dos novelas de la saga. Curiosamente, en España la saga se publicó en orden inverso: durante muchos años "Estrella Brillante" fue la única novela disponible para el lector en español, hasta que en los años noventa Miquel Barceló corrigió ese desatino publicando la primera novela, que en Estados Unidos había visto la luz nada menos que diecisiete años antes de su secuela. Lo del orden inverso todavía tendría un pase si la relevancia de "Estrella Brillante" hubiera alcanzado al menos la de su predecesora, pero desgraciadamente no era éste el caso: aunque fue nominada para los Premios Hugo de aquel año, quedaba bastante lejos de los logros de áquella. Y es que se trata de una continuación coherente desde el punto de vista argumental, y sugerente desde el punto de vista especulativo, pero que devalúa los hallazgos de su predecsora y al mismo tiempo potencia sus defectos.
El encaje de la novela respeta el final de "Misión de Gravedad": como acordaron al final de la misma, los humanos fueron transfiriendo a los mesklinitas durante las siguientes décadas parte de sus conocimientos científicos y sus avances tecnológicos, y a cambio ambas especies colaboran en el presente de la novela en la exploración de Dhrawn, un planeta gigante (o una enana marrón, eso es parte de lo que la misión debe determinar) cuyas condiciones de vida en superficie son demasiado extremas para los seres humanos, pero no para los alienígenas. Aspectos como su lenta rotación, su extrema gravedad o la mezcla de amoníaco y agua que compone su atmósfera constituyen un marco escénico cien por cien Clement, tan infrecuente como sugestivo.
Además de este respeto por la primera entrega de la saga, el autor recupera a dos de sus personajes mesklinitas clave: el capitán Barlennan y su primer oficial Dondragmer, y nos cautiva con el Kwembly, un singular vehículo de exploración en el que cohabitan motores de fusión con las más elementales cuerdas y poleas, y a bordo del cual un destacamento mesklinita va recorriendo la superficie de Drawn. Dada su lenta rotación, la órbita geosíncrona sobre la que se localiza la base humana produce una demora de un minuto en las comunicaciones entre el planeta y la estación orbital, y ello propicia lo que en apariencia podría constituir un acierto adicional de esta novela: las especulaciones sobre la comunicación entre dos especies que ya no se encuentran tan distantes desde un punto de vista evolutivo.
He empleado el condicional en mi anterior frease porque en realidad este potencial hallazgo se convierte, en manos de un Clement en horas bajas, en uno de los lastres de la novela: los diálogos entre distintos humanos y mesklinitas pasan a acaparar la mayor parte de la narración, y los acontecimientos se desplazan a un inesperado segundo plano. En realidad, apenas sucede nada en toda la novela: el Kwembly encalla y recupera la movilidad un par de veces, se desvelan parte de los planes de Barlennan de establecer una colonia mesklinita al margen de los humanos, y prácticamente eso es todo. Pero por si esta carencia de sustancia fuera poco, los personajes a bordo de la estación espacial no son simplemente esquemáticos (como cabría prever), sino escasos respecto a las funciones necesarias a bordo, y mayormente inverosímiles. Porque no cabe calificar de otra forma a Benj Hoffman, el chaval de diecisiete años que inusitadamente se comunica con los meskilinitas más que ningún otro humano, y que parece tener todas las buenas ideas a bordo. Ni que sean los tres Hoffman (el matrimonio compuesto por Ib e Easy, más Benj) quienes acaparen todas las discusiones y reflexiones en la nave. Como tampoco la pobreza de medios y la nula capacidad de acierto del meteorólogo McDevitt y sus ayudantes.
Otros defectos perceptibles de este libro son su ritmo narrativo (penalizado además por unos capítulos excesivamente largos para su escaso contenido), el continuo recurso a la ocultación de información entre ambas especies como forma de provocar un no del todo conseguido ambiente de intriga, la dificultad para localizar y reconocer a las diversas expediciones mesklinitas en las distintas partes de Dhrawn, y un desenlace muy pobre: unas cuantas páginas en las que de pronto la narración se acelera tanto que cuesta seguirla, y una mera interrupción apenas aclaratoria en sus últimos párrafos.
Como pueden ver, esta segunda novela deja bastante que desear respecto a su hermana mayor, así que sólo la considero apta para interesados en conocer cómo Clement convirtió su obra más famosa en una saga.
El encaje de la novela respeta el final de "Misión de Gravedad": como acordaron al final de la misma, los humanos fueron transfiriendo a los mesklinitas durante las siguientes décadas parte de sus conocimientos científicos y sus avances tecnológicos, y a cambio ambas especies colaboran en el presente de la novela en la exploración de Dhrawn, un planeta gigante (o una enana marrón, eso es parte de lo que la misión debe determinar) cuyas condiciones de vida en superficie son demasiado extremas para los seres humanos, pero no para los alienígenas. Aspectos como su lenta rotación, su extrema gravedad o la mezcla de amoníaco y agua que compone su atmósfera constituyen un marco escénico cien por cien Clement, tan infrecuente como sugestivo.
Además de este respeto por la primera entrega de la saga, el autor recupera a dos de sus personajes mesklinitas clave: el capitán Barlennan y su primer oficial Dondragmer, y nos cautiva con el Kwembly, un singular vehículo de exploración en el que cohabitan motores de fusión con las más elementales cuerdas y poleas, y a bordo del cual un destacamento mesklinita va recorriendo la superficie de Drawn. Dada su lenta rotación, la órbita geosíncrona sobre la que se localiza la base humana produce una demora de un minuto en las comunicaciones entre el planeta y la estación orbital, y ello propicia lo que en apariencia podría constituir un acierto adicional de esta novela: las especulaciones sobre la comunicación entre dos especies que ya no se encuentran tan distantes desde un punto de vista evolutivo.
He empleado el condicional en mi anterior frease porque en realidad este potencial hallazgo se convierte, en manos de un Clement en horas bajas, en uno de los lastres de la novela: los diálogos entre distintos humanos y mesklinitas pasan a acaparar la mayor parte de la narración, y los acontecimientos se desplazan a un inesperado segundo plano. En realidad, apenas sucede nada en toda la novela: el Kwembly encalla y recupera la movilidad un par de veces, se desvelan parte de los planes de Barlennan de establecer una colonia mesklinita al margen de los humanos, y prácticamente eso es todo. Pero por si esta carencia de sustancia fuera poco, los personajes a bordo de la estación espacial no son simplemente esquemáticos (como cabría prever), sino escasos respecto a las funciones necesarias a bordo, y mayormente inverosímiles. Porque no cabe calificar de otra forma a Benj Hoffman, el chaval de diecisiete años que inusitadamente se comunica con los meskilinitas más que ningún otro humano, y que parece tener todas las buenas ideas a bordo. Ni que sean los tres Hoffman (el matrimonio compuesto por Ib e Easy, más Benj) quienes acaparen todas las discusiones y reflexiones en la nave. Como tampoco la pobreza de medios y la nula capacidad de acierto del meteorólogo McDevitt y sus ayudantes.
Otros defectos perceptibles de este libro son su ritmo narrativo (penalizado además por unos capítulos excesivamente largos para su escaso contenido), el continuo recurso a la ocultación de información entre ambas especies como forma de provocar un no del todo conseguido ambiente de intriga, la dificultad para localizar y reconocer a las diversas expediciones mesklinitas en las distintas partes de Dhrawn, y un desenlace muy pobre: unas cuantas páginas en las que de pronto la narración se acelera tanto que cuesta seguirla, y una mera interrupción apenas aclaratoria en sus últimos párrafos.
Como pueden ver, esta segunda novela deja bastante que desear respecto a su hermana mayor, así que sólo la considero apta para interesados en conocer cómo Clement convirtió su obra más famosa en una saga.
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