Una entrada más continúo mi recorrido en orden cronológico por las distopías más relevantes del siglo XX. Nos adentramos en la década de los sesenta, durante la cual la mayor estabilidad internacional y el desarrollo económico contribuyeron a un notable aumento de la natalidad. Y con ello a la natural preocupación de muchos intelectuales por la imposibilidad de mantener a tantos seres humanos con los recursos limitados de nuestro planeta. Ello está detrás de varias de las distopías de aquellos años, entre ellas de "Hagan sitio, hagan sitio", posiblemente la novela más reconocida del estadounidense Harry Harrison. La presente es una novela que, pese a publicarse en pleno auge de la New Wave, se inscribe perfectamente dentro del estilo de la Edad de Oro. Que ofrece una ambientación distópica inquietantemente reconocible en la actualidad, una trama detectivesca para dinamizar la acción, y varias líneas narrativas convergentes. Tan sólo algunos aspectos pobremente resueltos y un exceso de casualidades le impiden alcanzar la categoría de "clásico" dentro del género.
Para mí la mayor virtud del libro es el tratamiento de los temas sociales que caracterizan la distopía: la presagiada superpoblación prácticamente dio en el clavo con el número de habitantes sobre la Tierra en el año dos mil. El calentamiento global y los fenómenos extremos que por desgracia se han vuelto tan frecuentes en el presente siglo están perfectamente plasmados en la ciudad de Nueva York. La desconexión de la realidad que padecen las autoridades políticas es tan real que puede llegar a pasar desapercibida. La formación de barrios marginales para colectivos de refugiados, otra ominosa predicción. Y el detalle final de la "okupación legal" por parte de familias vulnerables, la guinda para un panorama distópico tremendamente certero.
Pero nada de ello funcionaría si no estuviera al servicio de una trama sencilla pero efectiva, y de unos personajes que le permiten a Harrison visualizar en carne propia las consecuencias de esa asfixiante sociedad futura, así como proporcionar interesantes especulaciones. Una trama detectivesca que, sin embargo, no sirve de base para una novela de misterio, pues tanto el asesino como las circunstancias del crimen son conocidas para el lector. Pero los acontecimientos que llevaron al mismo, la huida del asesino, o las pesquisas del detective, se muestran con una solvencia que logra mantener el interés. Billy, el asesino, no es el típico malvado, ni Andy, el detective protagonista, el típico héroe. Ambos se reconocen a través de sus miserias, hasta el punto de que, frente a lo que suele ser habitual en las distopías, Andy no resulta ser un disidente del sistema, sino que lo defiende hasta el extremo de terminar por afectarle muy negativamente en su vida personal.
Aparte de este meritorio tratamiento de los personajes, otros aciertos de la novela son las reflexiones y juicios que encierra: la eugenesia, las críticas al moralismo religioso, la paternidad responsable, la garantizada existencia de suministros para las clases más pudientes... Todo ello mediante conceptos muy potentes, como las Cartillas de la Beneficencia, la harina de avena Ener-G, los filetes de soja y lentejas, o el carbón de mar, que resuenan en la mente del lector.
No obstante, la novela no resulta redonda por culpa de unos pocos aunque perceptibles defectos. El más notorio es la pobre resolución de una línea narrativa tangencial, en la cual centros de poder político y judicial parecen interesados en las maquinaciones tras el asesinato de Big Mike. Por otra parte, la novela adolece casi desde el comienzo de una sensación de previsibilidad, que se acentúa en la segunda parte. Tampoco las peripecias de la línea narrativa de Billy rayan a la misma altura que las de Andy, y ello se nota. Y las casualidades presiden unos encuentros que se antojan imposibles en una ciudad de treinta y cinco millones de habitantes.
Aun así, una lectura que ha resistido el paso del tiempo, y por tanto, recomendable para todos los interesados en el subgénero de las distopías.
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