martes, 23 de agosto de 2022

"Hacedor de mundos" (1986). Domingo Santos

Con la entrada que les traigo hoy continúo mi recorrido en orden cronológico por los principales escritores y obras de ciencia-ficción en España. Ha llegado el momento de hablarles del que seguramente ha sido el mayor contribuidor a la difusión de este género literario en nuestro país: Pedro Domingo Mutiñó, más conocido como Domingo Santos. Quien aparte de un notable escritor, autor de más de una decena de novelas "para adultos" (la última de las cuales es precisamente la que les traigo hoy), fue un incansable traductor de las mejores obras del género, además de editor pertinaz y director de algunas de las más relevantes colecciones de nuestro país. Toda una institución, cuya fama es incluso inferior al reconocimiento que merece. Y que explica que incluso en la actualidad el congreso español de ciencia-ficción entregue cada año un premio literario que lleva su nombre. Por no mencionar que, indudablemente, es uno de los principales responsables de que yo haya mantenido mi pasión por este género literario a lo largo de varias décadas.

Domingo fue un escritor fuertemente influido por la ingente cantidad de obras que tradujo, lo que proporcionó a su bibliografía una profundidad temática y una calidad literaria que sin duda sorprendería a quienes desde la ignorancia aún desprecian este maravilloso género. Algo que se hizo particularmente patente en "Hacedor de mundos", la novela que reseño hoy. Cuando fue publicada en 1986, Domingo era precisamente el director de Ultramar Grandes Éxitos de Bolsillo, así que aprovechó esta circunstancia para dar salida a su última gran obra en esta editorial, que por aquel entonces estaba publicando masivamente obras de escritores anglosajones relativamente emparentados estilísticamente con Domingo (Robert Silverberg, Bernard Wolfe, Tomas M. Disch, Philip José Farmer). Y es que, aunque con algunos altibajos, es ésta una novela satisfactoria, que no desmerece el nivel medio de dicha colección, y que en mi caso sirvió para desmontar los tabúes que mantenía hace casi treinta años con respecto a la literatura de ciencia-ficción española.

Y es que la idea central del libro, aunque quizá nos parezca demasiado descabellada para la ciencia actual, es muy interesante: se desconoce la magnitud del poder del protagonista, pero se adivinan unos cuestionamientos de la realidad con reminiscencias de Philip K. Dick que captan la atención del lector. En mi opinión, el comienzo es lo mejor de la novela: la dramática situación de Cobos se presenta con habilidad narrativa, y su salvación da paso a unos capítulos fascinantes. Citar entre ellos la entrevista con Pagot, la toma de contacto con los Dórleas, o simplemente la magnitud del poder. Por otra parte, como adelantaba antes, la prosa de Santos es fluida, y con un vocabulario más que notable, lo que facilita el disfrute. Tal vez abuse en su gusto por el detalle (sobre todo en las frases que suele emplear para acompañar a una conversación), y en la recurrente sustitución del impersonal por la segunda persona, pero esta novela es una buena muestra de que sus cualidades como escritor quedaban fuera de toda duda.

Es cierto que, una vez la situación queda completamente planteada, el interés desciende. Desde mi punto de vista, Santos recurre en demasía al elemento sexual entre la pareja protagonista, y deja un tanto de lado su compenetración a otros niveles. En particular el capítulo de las visiones oníricas llega a fatigar por su delirio, y hace temer al lector más páginas de ese tipo. Pero afortunadamente el autor aprovecha su conocimiento de ciudades como París y Ginebra para, a partir de ahí, relanzar la historia. A pesar de lo cual la hermandad de poseedores del poder me parece demasiado endeble, y su aniquilación no se narra con la suficiente chispa. Tampoco termina de calar en el lector la idea de que la supremacía del poder se haya clarificado completamente, así que tras unas páginas de sospechosa calma, no sorprende en demasía la aparición de los verdaderos ostentadores del poder. Pero las reflexiones que se plantean entonces sobre su influencia en el pasado y en el futuro de la humanidad sí que son de gran interés, y se adaptan perfectamente a la idea construida por él. Y el "nuevo" desenlace sí está a la altura de lo esperado, en especial unas referencias religiosas que contribuyen a mejorar la impresión global de una obra que, treinta y cinco años después, admite una lectura rigurosa por todo buen aficionado al género.

miércoles, 10 de agosto de 2022

"Quizá nos lleve el viento al infinito" (1984). Gonzalo Torrente Ballester

Una entrada más continúo con la reseña en orden cronológico de las principales obras de ciencia-ficción en español, a cargo de sus autores más representativos. A mediados de la década de los ochenta, el hoy injustamente olvidado (los prejuicios no literarios, una vez más) Gonzalo Torrente Ballester gozaba de un gran reconocimiento de crítica y público, y se encontraba en un punto de su carrera en el que contaba con libertad absoluta para escribir lo que quisiera. Aun así, a algunos les sorprenderá que se acercara sin remilgos a la literatura de ciencia-ficción. Pero tal es el caso de "Quizá nos lleve el viento al infinito", la novela que les traigo hoy. Y es que, bajo la apariencia inicial de una trama de detectives, con la Guerra Fría vigente entonces como excusa y el Telón de Acero como trasfondo, la obra encierra un tratamiento elaborado de dos de los temas clásicos de la ciencia-ficción: los robots de aspecto humano (androides, cyborgs...), y la trasmudación de los cuerpos. Con algunas licencias literarias fáciles de detectar para el aficionado al género, y un resultado irregular.

Como si de un homenaje explícito a Isaac Asimov se tratara, Ballester escoge también el envoltorio detectivesco para ir introduciendo la carga especulativa y el sentido de la maravilla característicos de la ciencia-ficción clásica. Aunque en ningún momento el escritor especifica la fecha en la que suceden los acontecimientos, se entiende que la acción transcurre en los años ochenta del pasado siglo. Unos años en los que las en apariencia poderosas organizaciones de espionaje a uno y otro lado del Muro de Berlín (en realidad parodiadas por Ballester para evidenciar la prevalencia en las mismas de las pasiones humanas, así como el escaso nivel de sus dirigentes) andan desconcertadas por una serie de actos de contraespionaje inexplicables, los cuales, sólo mediante un esfuerzo consciente por dejar el raciocinio aparte, comienzan a ser atribuidos a un personaje misterioso de naturaleza incierta: el "Maestro de las huellas que se pierden en la niebla". Un personaje que lleva hasta el extremo la especulación sobre la transmudación de los cuerpos, dejando atrás por ejemplo el acercamiento hecho por Dick al tema sólo unos años antes en "La Transmigración de Timothy Archer".

Por si todo lo anterior fuera poco, y sin renunciar a sus parodias, Ballester añade varios robots a su trama. Empezando por identificar al muy popular James Bond como un robot (por cierto, ya en desuso), e incorporando después otros dos robots de apariencia humana: mujeres atractivas, de papel fundamental en la obra, que intentarán alcanzar su libertad individual más allá de su mecanicismo programado por caminos antagónicos.

El problema de la novela es que Ballester no trabaja lo suficiente algunas cuestiones básicas para dotar de consistencia a su obra, y se permite ciertas licencias que suponen un plus de esfuerzo para el lector. El primer gran obstáculo es que no se comprende por qué tanto revuelo en ambos servicios secretos: la alusión a la filtración de un Plan Estratégico, que posteriormente será contrarrestrada por otro Plan de similar naturaleza en el bando contrario, es siempre velada y opaca, y nunca ejerce de motor sobre el que gire la trama. De suerte que, en especial durante el primer tercio del libro, la novela es poco más que una serie de transmudaciones del Maestro, sin demasiado sentido ni atractivo a los ojos del lector. A ello se suma una prosa barroca, demasiado recargada, que a veces se detiene en detalles nimios y otras pasa por alto explicaciones básicas.

Lo peor, sin duda, es lo mal que están resueltas las metamorfosis del Maestro. Aunque el escritor menciona la infancia del protagonista y un maestro hindú que le ayudó a perfeccionar sus habilidades, la técnica empleada es completamente inverosímil, y la adopción inmediata de los rasgos de la persona suplantada, inadmisible. Además, ésta permanece en una especie de estado comatoso durante días, para regresar luego a su ser como si nada... Los androides, en cambio, sí resultan más plausibles, con sus cables y su necesidad periódica de energía, y el por otra parte excesivamente largo epílogo en el que Ballester intenta justificar cómo Irina fue desarrollando su personalidad mística, contribuye a ello.

Con estos inconvenientes, que apartan la novela de una mejor valoración global, lo sensato es quedarse con los aciertos que aún hoy en día mantiene la novela: la ambientación de París y Berlín en la Guerra Fría, las profusas especulaciones sobre los robots, la yuxtaposición entre vida orgánica y vida mecánica, la inesperada solidez de la historia de amor entre el Maestro e Irina, y el cuestionamiento final sobre la auténtica naturaleza del Maestro. Mimbres que podrían haber servido para crear una gran novela, y no una curiosidad bibliográfica de un excelente escritor.

"Accelerando" (2011). Charles Stross

Una nueva entrada prosigo con la reseña en orden cronológico de los autores y las novelas más representativas de la ciencia-ficción dura . ...