Una entrada más continúo con la reseña en orden cronológico de las principales obras de ciencia-ficción en español, a cargo de sus autores más representativos. A mediados de la década de los ochenta, el hoy injustamente olvidado (los prejuicios no literarios, una vez más) Gonzalo Torrente Ballester gozaba de un gran reconocimiento de crítica y público, y se encontraba en un punto de su carrera en el que contaba con libertad absoluta para escribir lo que quisiera. Aun así, a algunos les sorprenderá que se acercara sin remilgos a la literatura de ciencia-ficción. Pero tal es el caso de "Quizá nos lleve el viento al infinito", la novela que les traigo hoy. Y es que, bajo la apariencia inicial de una trama de detectives, con la Guerra Fría vigente entonces como excusa y el Telón de Acero como trasfondo, la obra encierra un tratamiento elaborado de dos de los temas clásicos de la ciencia-ficción: los robots de aspecto humano (androides, cyborgs...), y la trasmudación de los cuerpos. Con algunas licencias literarias fáciles de detectar para el aficionado al género, y un resultado irregular.
Como si de un homenaje explícito a Isaac Asimov se tratara, Ballester escoge también el envoltorio detectivesco para ir introduciendo la carga especulativa y el sentido de la maravilla característicos de la ciencia-ficción clásica. Aunque en ningún momento el escritor especifica la fecha en la que suceden los acontecimientos, se entiende que la acción transcurre en los años ochenta del pasado siglo. Unos años en los que las en apariencia poderosas organizaciones de espionaje a uno y otro lado del Muro de Berlín (en realidad parodiadas por Ballester para evidenciar la prevalencia en las mismas de las pasiones humanas, así como el escaso nivel de sus dirigentes) andan desconcertadas por una serie de actos de contraespionaje inexplicables, los cuales, sólo mediante un esfuerzo consciente por dejar el raciocinio aparte, comienzan a ser atribuidos a un personaje misterioso de naturaleza incierta: el "Maestro de las huellas que se pierden en la niebla". Un personaje que lleva hasta el extremo la especulación sobre la transmudación de los cuerpos, dejando atrás por ejemplo el acercamiento hecho por Dick al tema sólo unos años antes en "La Transmigración de Timothy Archer".
Por si todo lo anterior fuera poco, y sin renunciar a sus parodias, Ballester añade varios robots a su trama. Empezando por identificar al muy popular James Bond como un robot (por cierto, ya en desuso), e incorporando después otros dos robots de apariencia humana: mujeres atractivas, de papel fundamental en la obra, que intentarán alcanzar su libertad individual más allá de su mecanicismo programado por caminos antagónicos.
El problema de la novela es que Ballester no trabaja lo suficiente algunas cuestiones básicas para dotar de consistencia a su obra, y se permite ciertas licencias que suponen un plus de esfuerzo para el lector. El primer gran obstáculo es que no se comprende por qué tanto revuelo en ambos servicios secretos: la alusión a la filtración de un Plan Estratégico, que posteriormente será contrarrestrada por otro Plan de similar naturaleza en el bando contrario, es siempre velada y opaca, y nunca ejerce de motor sobre el que gire la trama. De suerte que, en especial durante el primer tercio del libro, la novela es poco más que una serie de transmudaciones del Maestro, sin demasiado sentido ni atractivo a los ojos del lector. A ello se suma una prosa barroca, demasiado recargada, que a veces se detiene en detalles nimios y otras pasa por alto explicaciones básicas.
Lo peor, sin duda, es lo mal que están resueltas las metamorfosis del Maestro. Aunque el escritor menciona la infancia del protagonista y un maestro hindú que le ayudó a perfeccionar sus habilidades, la técnica empleada es completamente inverosímil, y la adopción inmediata de los rasgos de la persona suplantada, inadmisible. Además, ésta permanece en una especie de estado comatoso durante días, para regresar luego a su ser como si nada... Los androides, en cambio, sí resultan más plausibles, con sus cables y su necesidad periódica de energía, y el por otra parte excesivamente largo epílogo en el que Ballester intenta justificar cómo Irina fue desarrollando su personalidad mística, contribuye a ello.
Con estos inconvenientes, que apartan la novela de una mejor valoración global, lo sensato es quedarse con los aciertos que aún hoy en día mantiene la novela: la ambientación de París y Berlín en la Guerra Fría, las profusas especulaciones sobre los robots, la yuxtaposición entre vida orgánica y vida mecánica, la inesperada solidez de la historia de amor entre el Maestro e Irina, y el cuestionamiento final sobre la auténtica naturaleza del Maestro. Mimbres que podrían haber servido para crear una gran novela, y no una curiosidad bibliográfica de un excelente escritor.
Un apasionado de la literatura de ciencia-ficción y escritor a tiempo parcial que dedica parte de sus escasos ratos libres a compartir su pasión con el resto de aficionados.
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