Continúo con mi reseña en orden cronológico de algunas de las novelas de referencia de los más relevantes escritores británicos de ciencia-ficción. En la presente entrada voy a hablarles de "Hijo del río", que al cabo de los años dio lugar a la saga más famosa y reconocida de Paul J. McAuley. Saga que, ya adelanto, nunca me he animado a continuar tras la lectura de esta primera entrega. Y es que "Hijo del río" resulta una novela entretenida, que toma sin disimulo ideas de otras muchas ya conocidas del género, y las pone al servicio de un viaje iniciático que al principio promete, pero que termina siendo poco más que una sucesión de situaciones inesperadas.
Aunque el marco escénico es relativamente original (el mundo donde transcurre la acción, Confluencia, fue creado milenios atrás por unos post-humanos llamados Preservadores, quienes mezclaron el ADN de humanos con el de múltiples especies de animales, dando lugar así a las más diversas líneas de sangre), el argumento no lo es: Yama, su joven protagonista, desea averiguar su línea de sangre, así como las capacidades asociadas a la misma, y para ello abandonará la decadente villa de Aeolis, en la que fue recogido en extrañas circunstancias cuando era un bebé, y se dirigirá a Ys, la capital de este mundo tan singular. Una trama que seguramente nos resultará familiar, y que obliga a McAuley a fiar el éxito de su novela a dos bazas solamente: su imaginación para amenizar esa trama con situaciones y lugares originales, y su prosa. Pero en ambas se queda a medias.
En relación con la primera, y aun entendiendo que no es sencillo situar al lector en el marco que ha ideado, el viaje tarda demasiado en arrancar (demorado por la aparición del doctor Dismas, el asedio), y cuando lo hace, el lector se encuentra con que Yama se irá desviando una y otra vez de su propósito inicial, y las capítulos se irán sucediendo centrados en esas distracciones. Que a menudo resultan agradables (mencionar los encuentros con Beatrice y Osric, o los pasajes con el prefecto Corin), pero que descolocan al lector. Y que provocan, además, que Yama llegue a Ys cuando ya ha transcurrido más de la mitad de la novela. Y con respecto a la prosa del escritor, es de agradecer la riqueza de su vocabulario (debo reconocer que, cuando la leí, llevaba años sin toparme con una novela con tantas palabras desconocidas), pero a menudo resulta petulante, abrumando con excesivos detalles e incrementando esa sensación de estar rellenando páginas para aumentar la longitud de la obra.
Si a todo lo anterior le añadimos el recurso frecuente a elementos fantásticos (aun tiempo después de haberla leído no estoy seguro de que deba catalogarla como ciencia-ficción), algunos episodios de violencia innecesaria, la poca habilidad del escritor para presentar a los actores y elementos que dieron lugar a la situación presente (piénsese por ejemplo en lo que realmente sabemos al terminar la lectura sobre los de Días de Antigüedad, o esas tantas veces mencionada y nunca aclarada "guerra contra los herejes"), y unos personajes que de pronto se convierten en compañeros inseparables de Yama (Pandaras y Tamora), se comprenderá por qué no tengo mayor interés en proseguir con las otras novelas de la trilogía.
Y es una pena, porque puntualmente McAuley da con la tecla y nos brinda buenos pasajes (el mejor, el del mercader en su fabuloso salón con un estanque de agua en el techo). Y el vínculo con los antepasados muertos y la atención dedicada por las sociedades pretéritas a enterramientos y tumbas elaborados son sugestivos. Pero al final la novela se diluye entre promesas que no llegan a convertirse en realidades. Y ese desenlace mal resuelto y que apenas intenta explicar nada (más bien se trata de una mera interrupción) terminó por justificar mi pobre impresión final.
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