Una nueva entrada continúo reseñando los principales libros disponibles en español de mi escritor de ciencia-ficción favorito, Robert Silverberg. En esta oportunidad le toca a "El hombre estocástico". Que es una novela con muchas particularidades. La más importante de ellas es que, hasta ahora, todas las novelas que he reseñado durante estos últimos meses pertenecían a lo que yo denomino su quinquenio dorado, un periodo extraordinariamente fecundo en el cual se fraguó su personalidad como escritor y cuyas novelas, aun explorando diversos subgéneros, siempre estaban presididas por dos parámetros: una meritoria concisión y una gran cantidad de reflexiones sobre la vida y el ser humano a partir de lo narrado.
"El hombre estocástico" es la primera novela que no pertenece a ese periodo, y supuso su retorno al género tras prácticamente tres años de inactividad, lo que comparado con su fecundidad previa fue un parón en toda regla. No sólo eso: con esta novela Silverberg abandonó esa concisión tan característica, y moderó la carga reflexiva de muchas de sus obras. Por ello "El hombre estocástico", a pesar de ser una novela con muchos aspectos positivos, adolece de varios de los defectos que caracterizan la mayor parte de la obra de Silverberg posterior a su quinquenio dorado. Y sin llegar a "Hijo del hombre", que para mí es su peor novela, no es desde luego una novela recomendable, salvo que, como yo, se sea uno de sus seguidores incondicionales.
El primer defecto y probablemente más subjetivo es el motor argumental: porque el camino hacia el puesto de Presidente de los E.E.U.U. es un tema muy manido, un tanto cuestionable en una novela de ciencia-ficción, y personalmente muy poco atrayente. Si a ello le sumamos una morosidad verbal inexistente en su producción previa (piénsese por ejemplo en lo poco que aportan a la novela las dos fiestas a las que asisten Lew Nichols y Sundara), una premisa para adentrarse en la novela que resulta difícil de aceptar (el determinismo absoluto y universal, sin espacio para la capacidad de elección), y un título engañoso (en rigor la novela debería titularse el hombre "post-estocástico", ya que Silverberg defiende abandonar la manipulación de las probabilidades para abrazar la certidumbre de la visión futura), entenderán mi valoración final.
Aunque situada en un discreto segundo plano, de lo más acertado de la novela es su visión distópica de la ciudad de Nueva York en el futuro inmediato (hoy ya pasado), con tintes apocalípticos que alcanzan su cénit en la Nochevieja previa al año 2000: una visión perturbadora por su cercanía a la realidad contemporánea de muchas mega-urbes de nuestro planeta. También resulta estimulante la evolución de las costumbres (respecto al sexo, las drogas...) que plantea Silverberg (el episodio de sexo a cuatro bandas es más que elocuente). Así como la peculiar Religión del Tránsito que el autor contrapone a ese determinismo absoluto que Nichols va gradualmente aceptando.
Al carecer de un motor que dinamice la novela, el grueso de la misma va transcurriendo entre capítulos alegóricos muy propios de Silverberg (en especial aquellos que muestran cómo Nichols va adquiriendo gradualmente su capacidad de visualizar el futuro) y otros más sugerentes, como aquellos en los que Nichols interacciona con Carvajal (quizá el auténtico protagonista de la novela), y sobre todo aquellos en los que se ponen de manifiesto las consecuencias de llevar el determinismo hasta sus últimas consecuencias. Así avanza la lectura hasta desembocar en un desenlace esperable, pero que propone la que en mi opinión es la mejor reflexión de la novela, en la que Silverberg vincula el acercamiento a la deidad con la progresiva aceptación de la ausencia completa del libre albedrío. Una manera brillante de cerrar una novela dispersa, irregular y no del todo disfrutable.
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