domingo, 30 de junio de 2024

"Heliconia. Primavera" (1982). Brian W. Aldiss

Con la presente entrada prosigo con la revisión en orden cronológico de algunas de las sagas más relevantes de la literatura de ciencia-ficción sobre las que no había profundizado hasta ahora. Voy a hablarles en esta oportunidad de la "Saga de Heliconia", del británico Brian W. Aldiss. Y lo voy a hacer a partir de la primera novela (en orden de publicación y también de lectura) de la misma: "Heliconia. Primavera". Un título bastante ilustrativo, pues la primera palabra alude al planeta en el que transcurre toda la saga ("Heliconia"), mientras que el segundo se refiere a la estación que comenzará al final de la misma (la primavera). Por lo que a nadie sorprenderá que los otros dos títulos de la misma ("Heliconia. Verano" (1983) y "Heliconia. Invierno" (1985)) sigan este mismo patrón. Un hecho que, además, refleja la monumentalidad de esta extensa saga, que tiene como protagonista absoluto al planeta y a su singular ciclo estacional. Entrando en materia, debo reconocer que hasta que cayó en mis manos, sólo había leído una novela del británico ("Un mundo devastado", 1965), así que afronté la lectura de esta saga con bastante objetividad. Pero después de leer las más de quinientas páginas de "Heliconia. Primavera", me quedé sin ganas de leer más de él. Porque si admitimos que La Saga de Heliconia es de lo más notable de su producción, perdí cualquier interés por conocer otras obras suyas menores. Como ocurre en este caso, con esta decisión tal vez me esté perdiendo un puñado de buenas ideas y un marco fascinante, que quedan desaprovechados por una cantidad tremenda de páginas de relleno, una gestión muy pobre del ritmo narrativo, e inesperados recursos a la fantasía más burda.

En mi opinión lo mejor de la novela es, sin duda, el planeta Heliconia. La originalidad de rotar en torno a un sistema estelar binario, con años de cuatrocientos ochenta días respecto a la estrella menor pero de dos mil quinientos años terrestres respecto a la mayor, genera un singular escenario que ofrece múltiples posibilidades. Y en el cual se aprecia el mimo de Aldiss a la hora de imaginarlo y describirlo, proporcionando múltiples detalles sobre sus regiones y continentes (aunque se echa mucho de menos un mapa). Además, es loable su esfuerzo por justificar y caracterizar la biología y la sociología que de él se derivan, como cabría esperar de una novela de ciencia-ficción respetuosa con el elemento científico. Pero, de manera chocante, ese respeto por su marco escénico lo echa por tierra Aldiss con cuestiones tan superfluas como las visitas que realizarán algunos personajes al angustioso mundo de los muertos, con una serie de especies de rasgos completamente inverosímiles, e incluso con elementos tomados de la peor fantasía para adolescentes (de las manidas sociedades medievales de espada y brujería, a una mezcla elementos mágicos, míticos y religiosos mil veces vista), que afean por completo su creación.

Con todo, para mí lo peor del libro son sus fallos desde el punto de vista literario. Tal vez la prosa que emplea Aldiss sea lírica y complaciente en exceso (personalmente me recuerda a la de Robert Silverberg en sus momentos más bajos), pero si conseguimos acostumbrarnos a ella sirve para seguir razonablemente la lectura. El problema es la cantidad de espacio que Aldiss gasta sin necesidad alguna (piénsese por ejemplo en las más de cien que dedica a un preludio del que en realidad luego sólo tomará un par de acontecimientos y un único personaje; un escritor más capaz y más interesado en entretener al lector lo habría despachado como mucho en la décima parte de espacio). Por si fuera poco, a menudo su atención se detiene profusamente en acontecimientos menores de personajes teóricamente secundarios, echando así por tierra cualquier control sobre el ritmo narrativo. Y cuando lleva ya cuatrocientas páginas sin realmente entrar a fondo en nada, de repente se da cuenta de todo lo que se ha extendido de más hasta entonces, y acelera descaradamente el ritmo, lo que provoca que el tramo final desentone por completo con los cuatro quintos anteriores.

Relacionado con lo anterior, otro defecto doloroso es el desaprovechamiento absoluto de la línea narrativa que le ofrece el Avernus, la estación orbital desde la que una misión terrestre observa Heliconia. Ahí estaba el filón de la novela: en la interpretación en tiempo real de lo observado, en los contrastes con los humanos terrestres, incluso el propósio real de esa expedición. Pero, tristamente, Aldiss la minusvalora tanto que al final parece que el objetivo de la misión fuera simplemente transmitir un serial de telerrealidad por entregas a la aburrida población humana del futuro.

Otros defectos menores pero perceptibles son el uso arbitrario que realiza el escritor de especies inteligentes que van interaccionando con los humanos según la escritura avanza y cree necesitarlas (algunas surgen tan tarde y se describen tan de refilón que la inmensa mayoría de los lectores de la novela sería incapaz de listar todas ellas), una sociedad humana en Oldorando (la villa en la que vive el grueso de los personajes) demasiado parecida a la europea de la Baja Edad Media (podemos mencionar desde el expolio de las ruinas "romanas" hasta la aparición de gremios o la devastación de la peste), unos personajes mayoritariamente arquetípicos y poco originales (la sacerdotisa incomprendida, el gobernante bárbaro, el comerciante sin escrúpulos...) y el discreto aprovechamiento de los episodios dramáticos.

El desenlace, lastrado por ese acelerón que le impide dimensionar convenientemente todos los actores que entran en juego el día del eclipse, apenas sirve para atar cabos de algunos personajes y cerrar determinadas situaciones (hasta el inusitado extremo de dedicar una única frase al destino final de Oldorando). Ni siquiera logra fomentar el interés por la lectura de una segunda parte que evidentemente Aldiss ya tenía en mente, y que, como comprenderán si han llegado hasta aquí, nunca me animé a leer.

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